martes, 28 de abril de 2009

Cosas Pequeñas

ANDANZAS

Juan Antonio Nemi Dib

Las circunstancias me impidieron disfrutar a mis abuelos; dos de ellos murieron antes de que yo naciera, otro cuando aún no llegaba yo a los tres años y a la cuarta la vi apenas por quince días, en medio de una barrera lingüística infranqueable para ambos. Y estoy convencido de que los abuelos constituyen uno de los grandes privilegios de la vida pues casi siempre representan ternura, comprensión y refugio cómplice; para los viejos, a su vez, los nietos significan orgullo y disfrute, pero sin las responsabilidades y las cargas cotidianas que atañen a los padres. Lo veo con mis hijos, que han obtenido de mi suegra y de mis papás todos los provechos posibles.
Alguna vez me referí en este espacio a mi tía Lupe. Pródiga de afecto y ávida de compartir –lo que nunca restó firmeza a su carácter ni independencia a su criterio, a veces tozudo—, Lupe fue mi gran amiga, mi aliada y, sin proponérselo, llegó a suplir la ausencia de los papás de mis papás. A ella le debo muchas cosas que el tiempo revalora y agranda.
Lupe tuvo una gran amiga: Dolores “La Negra” Becerra de Del Río. Puedo recordarlas juntas con la baraja de canasta (con mi mamá y Juana Layún haciendo “la cuarta”), en un bazar de beneficencia instalado en la avenida siete, vendiendo todos los objetos posibles donados por todas las personas posibles a fin de recaudar fondos y, la mayor de las veces, simplemente tomando café en medio de fantásticas charlas que al principio espiaba y que luego, ante los fallidos intentos de expulsarme, me dejaban oír.
Amena conversadora, de finísimo humor, implacable para reírse de sí misma pero incapaz, ni por asomo, de hablar mal de nadie, “La Negra” conserva hoy una belleza exterior quizá del mismo tamaño que la interior y no es poca cosa lo que digo. Contrariando la naturaleza femenina, no oculta sus 82 años. No necesita hacerlo porque puede pasar, sin que nadie lo dude, por alguien 20 años más joven. Posee una memoria envidiable, fotográfica. Si usara baterías serían alcalinas, auto recargables, dado que posee una energía ilimitada. Y no desaprovecha estas prendas.
Acumula una buena lista de sobrenombres, a cual más plagado de afecto; el de “Negra” es apenas uno de tantos. Tiene una numerosa familia que la reconoce como matriarca, aunque pocas como ella han sabido marcar la línea que separa el amor profundo por los hijos y la intromisión en sus vidas. También posee una legión de amistades sembradas para siempre en casi todos los lares. Reconoce el haber sido una buena lectora (“…pasaron los años y el gusto por la lectura se hizo parte de mi vivir diario”) aunque insiste en que su mayor mérito académico es el certificado de educación primaria, logrado a los doce años, sin esconder el pesar que le significó el que su padre se opusiera rotundamente a que siguiera estudiando, aunque lo explica: “esta postura no era de extrañarse, pues en términos generales eso era lo normal en aquella época”.
Lolita se reconoce interesada por la política y confiesa que gusta de estar siempre informada sobre las personas y los acontecimientos que definen el rumbo de su país y de su comunidad; es amiga de políticos prominentes y, además de estupendas piezas de arte y artesanía exquisita que le acompañan en su casa, abundan fotografías junto a personajes chichos y grandes, de la economía, de las artes y del servicio público.
La Negra incursionó en la música –con la maestra Isabel Paniagua—, en el teatro –bajo la dirección del añorado Luis Beverido— y en la pintura –tutelada por Félix Jorge Martínez. Su anfitrionía es de fama en Córdoba y legiones de personas, amistades de su esposo, de sus hijos y de ella misma, han disfrutado durante decenios de un espacio cálido y hospitalario. La clave está –así me lo parece— en que nadie podría regatearle su condición de buena esposa y mejor madre, porque ninguna de sus aventuras logró restarle mérito a las complejas labores de jefa (al menos, jefa adjunta) de familia.
Pero hablando de aventuras, no he dicho de la mayor: las circunstancias convirtieron a la señora de Del Río en una viajera contumaz –profesional, debo enfatizar— que, como ella misma dice, pudo darle dos veces la vuelta al Mundo (hasta ahora) y que valiéndose de las habilidades que le dio natura, se tornó observadora profunda y metódica de geografías, culturas, edificaciones, gastronomías y creencias.
Parte de lo que vio y sintió en estos periplos se convirtió en una columna escrita y publicada durante cinco lustros en Diario El Mundo de Córdoba. Con prosa fresca, clara, sin pretensiones academicistas y, por ende apetecible, usando las referencias históricas oportunas y con la habilidad de quien sabe despertar el interés de su audiencia, las “Andanzas de Viaje” contagia la pasión de transitar por las sendas de La Negra y ver a través de sus ojos bellos y analíticos.
Una muy pequeña porción de estos artículos fueron compilados y publicados en un libro cuya primera edición, de estupenda calidad, se agotará pronto. Desde la Gran Muralla China hasta la paradisiaca isla de Bali, pasando por Perú, Irak, Irán, San Petersburgo, Argentina, Katmandú y muchos destinos más son descritos con precisión y un dejo de nostalgia. No se eluden los incidentes chuscos y aquellos que no lo fueron tanto.
El sábado pasado, durante la presentación, pregunté a Lolita cuál de esos destinos preferiría para pasar una larga temporada. No lo dudó: me dijo que su casa de la calle 18, en Córdoba, su mejor sitio en el planeta; aunque reconoció que no le faltan ganas para emprender una nueva aventura de viajera. Y dan ganas de que lo haga. Muchos podemos beneficiarnos de ella.
A la amistad con Lupe le debo que la Negra me concediera el privilegio de pergeñar unas líneas para prologar su libro y, además, acompañarla en su presentación; gran honor que, como la propia Lolita explicó, me viene de herencia, sin más merecimiento que el afecto que le tuvo a mis viejos. Si usted puede, consígase “Andanzas…”. Lo disfrutará y hará un viaje extraordinario. Gracias, Lolita, por todo.
antonionemi@gmail.com